El hospital de IFEMA y el mecánico de Michigan
Por enésima vez en este 2020 tan extraño, estamos viviendo un momento histórico. En este caso, se trata de las elecciones presidenciales de Estados Unidos; unos comicios que han tenido un resultado tan ajustado que han sido necesarios cuatro días para saber que el nuevo presidente del coloso norteamericano será Joe Biden.
Uno de los aspectos más llamativos de esta cita electoral es la enorme expectación que ha despertado en España, donde se le está dando una cobertura mediática sin precedentes, hasta el punto de que en diversos medios y redes sociales se bromea con la idea altamente improbable de que un ciudadano medio de ese país (pongamos, por ejemplo, un mecánico de Michigan) pudiera llegar a preocuparse alguna vez sobre quién ha obtenido un escaño por la provincia de Albacete en
una hipotéticas elecciones generales españolas.
Lo que seguramente nunca se habrá planteado este mecánico, a quien llamaremos Roger para poder dirigirnos a él, es el enorme impacto que su voto puede llegar a tener en la provincia de Albacete, en el ayuntamiento de El Ejido o en la Asamblea de Madrid, sita en la villa de Vallecas, a 6.370 kilómetros de su casa en Detroit.
Porque aunque Roger puede imaginarse que las acciones del gobierno del país más poderoso y rico del mundo acaban repercutiendo de una u otra manera en cualquier otro país, lo que seguro que no pensó el día que, quizás por hastío, quizás como castigo a la falta de respuestas ofrecidas por el que hasta entonces había sido su partido, el Demócrata, decidió, al igual que muchos estadounidenses de clase trabajadora, votar por primera vez en su vida al partido Republicano liderado por Donald Trump, es que apenas dos años después de aquello, un tipo llamado Jair Bolsonaro llegaría a presidir el gobierno de Brasil, o que un individuo como Santiago Abascal se convertiría en pieza clave para gobernar en Andalucía y Madrid y conseguiría liderar la tercera fuerza política de España, en ambos casos calcando casi al milímetro el discurso y la estrategia del histriónico magnate norteamericano. Es muy poco probable que Roger llegara siquiera a plantearse hasta qué punto ha marcado su presidente las agendas y prioridades no solo de los partidos de extrema derecha europeos, sino también de partidos que hasta hace muy pocos años se definían como de centro-derecha o derecha moderada.
Si echamos la vista atrás podemos ver que el discurso de trazo grueso, radical e incendiario que bebe directamente de las mismas fuentes que Donald Trump (es decir, Steve Bannon, el asesor que confeccionó la campaña electoral del todavía presidente de los Estados Unidos y la del partido de Abascal) lo ha adoptado Vox, que aprovechó para introducir en el debate mediático cuestiones que en España ya se dan por superadas: desde la posibilidad de desregularizar el uso de armas a la
propagación de bulos sobre el supuesto “virus chino” que habrían propagado los comunistas para dominar el mundo.
Pero existe otro discurso más sutil que también ha sido adoptado por la derecha española más allá de Vox: el de la falsa dicotomía entre proteger la economía y proteger a las personas, que Trump ha aplicado desde que empezó a gobernar y se hizo aún más patente con la expansión del coronavirus.
Prácticamente desde el primer momento, el ahora presidente en funciones se dedicó a intentar quitar peso al peligro del virus para justificar sus políticas contrarias al confinamiento como medida para evitar los miles de muertes que por desgracia han golpeado al país: desde el día que afirmó que la incidencia del virus sería menor en verano porque el calor le perjudicaba hasta el que declaró que cerrar los negocios provocaría más muertes, por suicidio, que el propio virus; pasando por
afirmaciones tan delirantes como que beber lejía podría servir para combatir al Covid-19; pero este tipo de afirmaciones, sin ningún tipo de base científica y más propias de un chascarrillo de barra de bar que de un presidente del gobierno, lo que realmente esconden es la intención decidida de mantener funcionando la maquinaria de la economía por todos los medios, aun a costa de vidas humanas. Aún retumban en los oídos de muchas personas las palabras del vicegobernador
republicano de Texas cuando afirmó que los abuelos deberían sacrificarse por la economía. No en vano, y a pesar de que la pandemia llegó a América más tarde que a Europa, Estados tardó poco tiempo en convertirse en el país con más fallecidos en todo el mundo por culpa del virus.
En el caso del Partido Popular en España, su juego ha consistido en aplicar la dialéctica del todo mal, pasando de culpar al gobierno central de provocar la entrada del virus en España por permitir la manifestación feminista del 8 de marzo (manifestación a la que ellos mismos acudieron y que tuvo lugar antes de que la OMS declarase oficialmente la pandemia) a pedir, en plena segunda ola, que se dediquen todos los esfuerzos posibles a “salvar la navidad” (en palabras de Pablo Casado) mientras que en la comunidad de Madrid, Ignacio Aguado, portavoz de Ciudadanos y socio de gobierno de Isabel Díaz Ayuso, pedía confinar Madrid “hasta el Black Friday”.
Y precisamente Ayuso, o su gestión de la pandemia, merecerían un capítulo aparte para explicar el cúmulo de despropósitos que comenzó con cancelar los contratos de los comedores escolares para alimentar a los niños con comida basura, pasó por una gestión desastrosa de las residencias de mayores, con más de 6.000 ancianos fallecidos por coronavirus desde el mes de marzo, y finaliza, de momento, con el esperpento del hospital de pandemias; una obra faraónica innecesaria, cuyo
coste ya ronda los 100 millones de euros y que ni siquiera cuenta con el personal sanitario imprescindible para atender a los enfermos. Y todo después de no haber contratado ni una décima parte de los rastreadores que hubieran sido necesarios en verano para contener el estallido de la segunda ola, y que a día de hoy siguen sin llegar a la mitad del mínimo necesario. La presidenta del gobierno autonómico no ha vacilado en desviar dinero público a empresas privadas cuando más
falta hubiera hecho para contener una enfermedad que ha colocado a Madrid en el punto de mira, llegándose a mencionar el caos organizativo en medios internacionales como the Economist o el New York Times, que llegó a calificar de “hazmerreír de Europa” a nuestra presidenta.
El pasado 7 de noviembre se anunció la victoria electoral de Joe Biden, que ponía fin a la era Trump, y mucha gente respiró aliviada porque con la victoria del veterano senador por fin se acababa una legislatura marcada por el ruido constante, el discurso de odio, la mentira sistemática y la culpabilización de los más débiles como única solución a los grandes problemas económicos, sociales y de convivencia que vive el país. Un discurso que juega peligrosamente con los códigos
del fascismo y el supremacismo blanco y se ha extendido a numerosos países, incluyendo el nuestro, donde hasta la presidenta Ayuso llegó a afirmar que los culpables de la extensión de la pandemia en España no son otros que los inmigrantes que vinieron a nuestro país en búsqueda de un futuro que merezca la pena vivirse.
Pero por más esperanzador que sea el resultado de las elecciones estadounidenses, el gobierno de Trump ha dejado un poso en la sociedad de su país, hasta el punto de que fue necesario que Biden haya sido el presidente más votado en la historia de EEUU para desalojarle de la Casa Blanca, lo que indica que el populismo de extrema derecha no está ni mucho menos muerto.
Es imprescindible que las fuerzas políticas progresistas ofrezcan una alternativa centrada en las personas y en una gestión modélica de los servicios públicos para que el fantasma del fascismo sea desterrado de nuestras instituciones y erradicado de nuestra sociedad si no queremos que la historia se repita. Es lo único positivo que podremos sacar de todo esto.
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