Madrid, el centro de una monarquía universal
Gil González Davila decía en 1606 en su obra “Teatro de las grandezas de la Villa de Madrid” que Madrid “tiene su asiento en medio de las Españas, y es el centro que dista uniformemente de las partes de su círculo, tirando líneas derechas a los puertos de los mares que ciñen aquellos Reynos”.
En un anterior artículo afirmábamos que el traslado a Madrid de la corte de Felipe II en 1566 por su cercanía a la villa de Pinto apuntaba a que solo Madrid podía ser corte de una monarquía universal, si quería centralizarse todo. Y en este artículo queremos resaltar la importancia de la centralidad a la hora de establecer la corte.
Establecer la corte en el centro suponía que viajasen las noticias, y no el Rey. El carácter introvertido de Felipe II le hacía preferir la vida sedentaria y moverse entre papeles mejor que verse entre los hombres. No se trataba de un rey viajero ni de un rey soldado, como lo había sido su padre Carlos V, sino del rey burócrata y rey ordenancista. Un rey sedentario encerrado en su despacho entre sus papeles donde gobernaba el mundo imponiendo su presencia desde la lejanía.
Luis Cabrera de Córdoba decía en 1619 que el Rey Católico determinó “poner en Madrid su real asiento y gobierno de la monarquía”, movido por las cualidades del lugar (su buen clima y agua y sus posibilidades de abastecimiento), pero sobre todo porque “era razón que tan gran monarquía tuviese ciudad que pudiese hacer el oficio de corazón, que su principado y asiento está en el medio del cuerpo, para ministrar igualmente su virtud a la paz y a la guerra a todos los Estados, con el permanente asiento que tiene en la corte romana y las de Francia, Inglaterra y Constantinopla.”
El pensamiento político de la época concebía el conjunto de la Monarquía como un cuerpo vivo que precisaba un corazón y ese corazón, como decía Cabrera de Córdoba, era la capital. El señor del mundo debía tener una capital, y esa capital debía de ser el centro de su Corte y de su señorío universal y esa capital se hallaba significativamente en España, en el centro de la Península Ibérica, y dentro de España en el centro de las Castillas.
Para Gil González Dávila, primer cronista oficial de Madrid, la villa era la “cabeza del más extendido imperio que ha tenido rey en el mundo”, porque “en ella se asientan paces, se determinan las guerras, se oyen embajadores de otros príncipes y reyes, se eligen arzobispos, obispos, presidentes, consejeros, virreyes, embajadores, ministros de paz y guerra, para que por mar y tierra los vasallos de estas coronas gloriosas vivan bienaventuradas por la felicidad de sus príncipes supremos”.
Al ideal geométrico renacentista –que suele ser apelado para explicar la importancia concedida al centro geográfico de la Península Ibérica como sede de la corte-, se unían las metáforas políticas medievales que situaban al rey en la mitad del reino, lo mismo que el corazón –se decía –estaba en medio del pecho para desde allí dar “sangre vital, calor y espíritu a todos los demás miembros del cuerpo”. Presentado como corazón político desde el que se podía bombear justicia de forma equitativa al resto de la monarquía, Madrid se convertía así en una buena expresión de la política centralizadora –en el sentido de concentración de los principales órganos del poder en un lugar central –que se empezaba a formular entonces.
Madrid, por su cercanía con Pinto, era el centro geográfico peninsular a través del cual se materializaba la idea de equilibrio, el centro geométrico que suponía la equidistancia.
La villa del Manzanares aunaba así las condiciones de seguridad con las de un adecuado emplazamiento para recoger las noticias que le venían tanto del Norte de Europa como de África, del Océano como del Mediterráneo. Madrid era, como ya hemos dicho, próxima al centro geográfico de la Península, lo cual resultaba importante para quien acaudillaba una política mundial. Pues uno de los mayores problemas para el Rey Prudente era conciliar sus decisiones con la contradictoria información que le llegaba de los puntos más dispares de su monarquía. En palabras de Mira de Amescua, Madrid era el “centro profundo de la esfera católica del mundo”.